Francisco de Goya, el conocido pintor-cronista, que fue con la cámara de sus pinceles retratando y plasmando todo lo que ocurrió en la España de comienzo del siglo XIX. Cómo no iba a realzar el momento en el que la guerra comienza, el estallido inicial y el pistoletazo de salida para un conflicto que duró seis años y que devastó al país entero.
El gran cuadro de Los fusilamiento del 3 de mayo pertenece a un díptico que hizo en conmemoración del héroe principal de esta batalla: el pueblo de Madrid, que fue el que comenzó todo. ¿Cuántas veces se había visto a un pintor hacer un cuadro de enormes dimensiones para ensalzar figuras anónimas, héroes normalmente no reconocidos? Pues Goya lo hace.
En el lienzo, los soldados encargados de la ejecución aparecen como autómatas despersonalizados, sin rostros y en perfecta y disciplinada formación. Las víctimas, por su parte, constituyen un agitado y desgarrador grupo cuyos rostros son la máxima expresión del horror. Los cuerpos de los muertos se encuentran amontonados, en retorcido escorzo, sobre el suelo ensangrentado. La luz es artificial, es de noche, y es el farol el que divide los muertos de los vivos y los que van a morir.
Toda la escena es un juego de gestos magistral, que muestra muy bien la expresión de unos ciudadanos que ven cercana la muerte. El protagonista claro- con la camisa blanca como foco de luz central- es representado como el héroe popular, aunque se muere de miedo, él no baja la mirada ni mucho menos se rinde por ese gesto que nos indica con sus brazos.
Es muy significativa la individualidad con la que Goya trata a cada uno de los personajes que van a ser fusilados, es una galería de expresiones. El horror y el terror que vivió la mayoría de la población del pueblo de Madrid al estar siendo vencidos por un ejército que les superaba en número, armas y crueldad.
El cómo están representado los cadáveres, así en primera plana, no es algo en absoluto normal en la pintura de la época, pues no quería mostrarse esa parte (cómo mataban a los hombres o lo que hacían con ellos), sino exaltar a los vencedores y la individualidad de los que tenían el poder.
Fijándose en la escena general, puede verse que tiene por fondo una montaña desolada, tras la cual se erige la silueta tenebrosa de Madrid, es la colina del monte de Príncipe Pío.
En resumen, Francisco de Goya supo destilar lo más personal de su técnica aquí, desembocando en un lenguaje plástico de fuerza desconocida hasta el momento y que hoy por hoy abre las puertas (aún a principios del siglo XIX) al expresionismo más actual.